lunes, 14 de febrero de 2011

Carta sobre una vida.

    Mi vida se está apagando, y paso los últimos días de mi existencia sentada mirando fijamente una mecedora vacía. Puede sonar triste, puede parecer incluso que chocheo y puede que más de uno lo piense, pero mantengo mi cabeza en mis trece, hasta el punto escribir esta carta, mis pensamientos incontados que solo cuando desfallezca y las aves de rapiña que son mis hijos vengan a arrebañar con los muebles y lo que quede de esta casa, lo que quede de toda mi vida, leerá alguien.
    En ocasiones, no me conformo solo con sentarme y simplemente mirarla, sino que no puedo evitar levantarme de mi asiento, dirigirme a ella, balancearla un poco y volver de nuevo a donde estaba sentada para verla moverse, lentamente y cada vez más despacio, hasta terminar parandose del todo, momento en el que vuelvo a repetir el proceso.

    Sinceramente, no sabría explicar la expresión que se me queda en la cara... supongo que se mezclará una sonrisa nostalgica con un toque de felicidad con unos ojos tristes medio caídos, eso claro, sin contar con mi pelo canoso, mis pómulos caídos y fofos y las bolsas que permanecen incansablemente debajo de mis ojos. Y justamente es por eso por lo que no puedo dejar de mirar esa mecedora, por esa cara bobalicona que se me queda, por todo lo que significa, por todos los recuerdos, por él. Sí, por él. Esa mecedora me une a él, es era su preferida, en ella pasó media vida viendo la televisión o conversando conmigo, ya que era un gran conversador. Y por supuesto, en esa mecedora estaba cuando le dió el infarto que acabó con su vida.
    Él, que decir sobre él... Padre magnífico de mis hijos, trabajador incansable a pesar de que abusaran tantas veces de él en la mina... ¡Dichosa mina!. Estoy segura que la mayoría de sus males eran a causa de las malas condiciones de esta... Poco más y podríamos decir que sus trabajadores más que eso, eran esclavos. Ingleses de negocios sin remordimientos ni conciencia... ¡Mala saña les entre a todos!
    Siempre nos ofrecía sus mejores sonrisas en los momentos más dificiles, por supuesto, desde su mecedora. Era un hombre ahorrador, sabía siempre administrar el dinero de forma que tuviesemos para todo lo que necesitabamos y además que sobrase un poco para ahorrar. Era pulcrísimo, le encantaba tener sus zapatos limpios, decía que el estado de unos zapatos decía mucho de un hombre. Se cuidaba el pelo con miles de potingues para evitar la caída y que siempre estuviese sedoso y brillante... Lo conseguía. Y tenía su traje de los domingos, aunque no fuese un hombre de iglesia, le encantaba maquearse. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, cada vez se sentía más y más debil. Aunque su sonrisa nunca se apagó y siempre supo hacer reir a sus nietos cuando venían a casa, fue dejando atrás sus grandes manías, como yo solía llamarlas. En sus últimas ya no era capaz ni de balancearse en su mecedora. En esos momentos, con la voz más triste del mundo al odiarse a sí mismo por su dependencia de los demás, me decía en voz baja: “Cariño, me harías el favor de...”. Nunca le dejé terminar la frase. Sabía que terminaría de hundir su autoestima y era lo último que necesitabamos... Además, sabía que quería, le conocía bien después de toda una vida a su lado. Entonces yo, me levantaba de la silla desde la que le observaba en silencio, con los ojos medio caídos y la sonrisa pronunciada en los labios, me acercaba a él, y tras besarle en la mejilla, le balanceaba un poco y volvía a mi asiento, repitiendo el proceso cuando se volvía a parar.

    Y por eso sigo mirando a esa mecedora incansablemente, porque cada vez que la miro, le veo allí, sentado, con su mejor sonrisa en la cara, mirandome igualmente a mi. Por eso a veces, sin escucharle, me acerco a la mecedora y la balanceo un poco, sin darle el beso en la mejilla por miedo a que se esfume y no vuelva...
   Y aunque sé que él no está ahí, que es fruto de mi imaginación mezclada con mis recuerdos, no me importa, ya que de cierta forma le sigo sintiendo cerca, sigo sintiendole feliz como un niño y sigo maravillandome de su maravillosa sonrisa, que me alegra el día incluso después de fallecer.

jueves, 10 de febrero de 2011

Diario de un visionario más. Fecha 09/02/2037.

    Hace un día hermoso, qué ironía. El sol brilla aunque unas nubes amenazan con darnos más sombra de la que desearía. No sé que hacer, aunque no tengo muchas opciones, es esto o nada. Esto o esperar a que ocurra un milagro; milagro en el que por mi educación de ateo ferviente, no tengo mucha confianza. Tras mucho dudarlo, me decido. Al fin, doy el gran paso.

    Inconscientemente empiezo a contar, 102. Empiezo a notar como el viento se opone a mí a medida que voy cogiendo velocidad, 97, quizás no haya sido la decisión más acertada y esta sea la forma que la propia naturaleza tiene para hacermelo saber, como si intentase devolverme al punto de inicio, pero ya no hay vuelta atrás.
    95... 94...Mi velocidad aumenta exponencialmente mientras por mi mente vagan miles de pensamientos inutiles, hasta que un chip salta en mi cabeza, provocando que mi cerebro decida empezar a recordar lo más insospechado. 90. La primer imagen que se forma en mi cabeza es de mi infancia, más concretamente de una tarde en la playa con mi familia al sur de España, donde nací. Parecíamos tan felices... Mientras mi madre saca bocadillos y refrescos de una neverita azul, mi padre cuenta otro de sus chistes malos mientras mi hermana y yo no paramos de reir jugando con la arena.
    86... 80... 72... Este recuerdo se esfuma tan rápido como vino, dando paso a otro. Y así, uno tras otro llego a mi adolescencia. Vago por naturaleza, parece que la suerte me sonríe y la ley del mínimo esfuerzo hace efecto. Voy pasando curso por curso en el instituto sin estrujarme mucho los sesos y disfrutando del placer que resulta de los primeros amores. “Realmente he sido todo un Don Juan” pienso con media sonrisa pícara dibujada en los labios.
    63... 51... 48. Del instituto paso a la universidad, las mejores fiestas, las mejores chicas, las cervezas más baratas, los retos a chupitos... y los suspensos más impresionantes. Al final pude asentar la cabeza, ponerme en serio con todo y sacarme la carrera. Gracias a mí, ya que las horas y horas que pasé delante de folios, no me las quita nadie.
    43.... 39... 30. Otro recuerdo más aparece como un flash, mi emigración hacia un lugar mejor. Huyendo de la crísis en la que se hallaba sumida España, fijo mi objetivo en Londres. Mi ciudad soñada, mi ciudad predilecta. “Allí” pensaba, “allí nunca estará el futuro tan negro como lo está aquí”.
    28... 24... 20... 16. El siguiente recuerdo me refregaba mi error; 11 de la mañana, estoy leyendo el períodico Londinense gratuito de turno mientras me tomo mi cafelíto de medio día. Solía tomarmelo siempre a esta hora cuando trabajaba para esos snobs del tan famoso buscador de Internet. Ahora no trabajo, apenas nadie lo hace, y con apenas, me refiero a que sólo cobran un salario fijo los politicuchos de siempre. Es más, el café en estos momentos es un lujo para mí, he conseguido vender mi casa, recien pagada, y vuelvo a emigrar, ahora rumbo a New York. En el períodico se lee en el titular: “Último Ejemplar De Nuestro Periodico. El Gobierno Recorta Aún Más Los Gastos Públicos.” junto a otros títulares ya más vistos como “Cuarto mes sin Underground” o “Aumenta la inseguridad ciudadana. Londinenses se lanzan a la calle a robar para subsistir.”
    9... 8...7.. 6. Aún parece que queda algún recuerdo más, en este último me veo por fin feliz en NY, con familia, casa, perro y coche. No soy multimillonario, pero tengo una vida decente. Todo va bien.
    5... 4... Aún me da tiempo a sonreir con un fugaz pensamiento. NY, 1929. 3... 2... 1. Y por fin, todo se acaba.

    Así es. Esta es mi historia. La historia de como una crísis me persiguió por medio mundo, desde España, pasando por Inglaterra, hasta acabar a los pies del gran Empire State Building.

domingo, 6 de febrero de 2011

¿Y por qué no?

¿Y por qué no volar?

Desplegar las alas cual Ícaro y dejarlo todo
deseando un destino mejor que el de éste...
No, lo suyo se convirtió en ambición, quiso salir
del laberinto, escapar de todas sus preocupaciones
y del temido minotauro que cada vez se encontraba
más y más cerca, ofreciendole una muerte segura...
Pero al conseguirlo algo extraño perturbó su mente,
quiso seguir subiendo al cielo con sus alas de cera,
más y más arriba... quiso tocar el sol, siendo éste
su perdición...
Derritiendo la cera de sus alas, el ardiente sol
condenó a Ícaro a una terrible caída proporcionandole
la muerte que el minotauro no había podido conseguir.


Yo no quiero acabar así, no lo permitiré.
Me coseré mis propias alas, da igual cuánto sangre
o qué insoportable sea el dolor... Todo me da igual
con tal de abandonar todo esto, con tal de irme a
otro lugar y empezar desde cero. Estoy cansado,
cansado y harto de enmendar todos los pequeños errores,
los míos, y los de todos los que me rodean. Es
demasiada carga para mi. Lo siento, pero he de
admitirlo. No puedo con todo esto.


Al menos, me consuela soñar.
Soñar con un futuro distinto a todo esto, en
otro lugar... Cultura diferente, idioma diferente...
Una vida diferente.
Sí, mi propia suerte dió un pequeño giro dandome la
oportunidad de saborear todo esto durante un poquito
de tiempo... El suficiente como para enamorarme,
el suficiente como para terminar de fijar mis ideas
estúpidas... El suficiente para darme el corage y el
valor necesario para ponerme en serio con todo.
Claro que, sólo con todo lo que necesito terminar aquí,
para abandonar el nido y volar hacia ese lugar de
ensueño.


Lugar de verdes parques kilométricos, lugar de
tranquilidad y de alboroto, lugar de rojos autobuses
de dos plantas y taxis negros... Lugar de lluvias constantes.
Lugar que adoro y del que podría hablar durante años.


Allí está mi futuro, cierto es. Allí es donde quiero vivir
sin saber de nada más... Allí es donde quiero llevarte por
si, al igual que yo, quedas prendada de su belleza y no
necesite convencerte para que a la hora de abrir las alas,
cierres los ojos... y me acompañes.